Primero un texto sobre tacos, muy a su estilo: mezclando historias de barrio, cine y poesía; otro de ramen, recetas de ramen, mamonería francesa y clasismo; todo girando alrededor de la comida.
Por primera vez en estos tres años que llevo viviendo fuera de México empiezo a sentir una desconexión real del lugar en que crecí y viví toda mi vida.
Conozco lo suficiente para poder transportarme en un segundo a algunos de los lugares que Alón menciona en sus textos, la película que cita, los actores en ella. Aún puedo dar direcciones precisas por teléfono de cómo llegar de un lugar a otro, medir el tiempo que toma llegar de Polanco a Coyoacán o imaginarme caminando hacia el número 6 de la calle de Parras y pedir una paleta de sandía con chile.
Todo es tan claro y al mismo tiempo tan lejano.
Los cambios son pocos, tan pequeños y tan lentos que sólo toman forma a la distancia: negocios que abren y cierran, lugares que cambian de nombre, nuevos personajes que de pronto se mezclan con gente de toda la vida (con los amigos, en el trabajo, los viejos trabajos) y todo, en conjunto, se vuelve una ciudad que ya no tiene nada que ver con la que está en mi mente.
Las dos existen en tiempos paralelos, irreconciliables.
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A veces me da miedo olvidar el español. No que un día de pronto deje de entenderlo, sino que poco a poco se vuelva una cosa práctica y monótona como pasarse el peine por el cabello en las mañanas y sin darme cuenta se me olvide que hay palabras picaronas, sabrosas, juguetonas.
También me da risa cuando me leo y siento que estoy sonando demasiado exquisita.
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A veces me da miedo olvidar el español. No que un día de pronto deje de entenderlo, sino que poco a poco se vuelva una cosa práctica y monótona como pasarse el peine por el cabello en las mañanas y sin darme cuenta se me olvide que hay palabras picaronas, sabrosas, juguetonas.
También me da risa cuando me leo y siento que estoy sonando demasiado exquisita.
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Hablando de exquisitez:
Tengo que confesar que más de un par de veces me he soñado regresando al mercado de la colonia de mi abue, comprando queso crema, aguacate, chicharrón y haciéndolos taquito. Si hay grillos de Oaxaca, mejor.
El año pasado volví unos días y me aseguré que nadie se atreviera a comprar nada de mi lista antes de que estuviera yo ahí. Parte de la fantasía, por supuesto, era yo misma ir de compras, con todo y el brazo de mi abue de un lado y su bolsa de “Pollería Juanita“ del otro.
Mi itinerario de viaje fue planeado cuidadosamente calculando cuántas comidas al día tenía disponibles (3) multiplicadas por el número de días que estaría en el todavía Distrito Federal (5), dividido entre los antojos glotones y amigos en diferentes partes de la ciudad dispuestos a unirse a alguna parte de mi maratón troglodita.
Lo que más extraño no son los tacos al pastor, sino los esquites.
Los de Coyoacán, salteados y picantes que me recuerdan a los de la plaza central de Chignahuapan, en Puebla. Los clásicos y cero pretenciosos con mayonesa, queso y limón con patita de pollo opcional, o los elotes tostados al comal con granos tiernitos que puedes arrancar uno por uno. Esquites con mantequilla, chile serrano y tequesquite como los hace mi abuela o mi más reciente descubrimiento, cortesía de una mamá consentidora: con tuétano. Siempre con mucho limón.